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La mirada de Michelangelo

El otro día en el que mucho carnavalero estuvo  “enterrando la  sardina” yo, que soy poco de disfraces, estuve dirigiendo el  coloquio  de la Sesión que, como todos los martes a las 19,45hs., presenta el   imprescindible cineclub FAS. Y como siempre, por lo menos para mí,  volvió a ser  una gozada.

O, ¿no lo es, acaso, presenciar, hoy-en-día, en una  sala  oscura, en medio de un silencio sepulcral, casi ritual, o estando a  lo que  verdaderamente se está, que no es a otra cosa que a ver una  película,  presenciar, decía, dos películas de Michelangelo Antonioni  como son El grito, una de las buenas, y La mirada de Michelangelo que apenas si  dura 15 minutos y que algunos se empeñan en llamarla,  con un cierto desdén,  como siempre ocurre con estas “películas cortas”,  “corto-metraje” (¿¡pero no  habríamos quedado en que si lo breve es  bueno, es doblemente bueno!?) cuando,  en realidad, yo no veo en ella  sino la culminación del arte de Antonioni, la  culminación de su  carrera, con un ascetismo y sobriedad que no pueden sino  retrotraerme y  llevarme de la mano hacia otras “últimas películas” como las  también  magistrales, hieráticas, sobrias Siete  mujeres, de John Ford, donde Ozu y Mizoguchi se sienten por sus siete  costados), o esa otra inolvidable fémina que es la Gertrud, de Dreyer?


Y lo siento. La pregunta me ha salido pelín larga, así   que, a partir de ya, intentaré ser más conciso e iré al grano (¿lo  conseguiré  alguna vez?). Porque el caso es que, después del coloquio,  estuve rumiando  algunas cosas y me percaté de que no di a La  mirada de Michelangelo la importancia que se merecía. Hablé de ella, sí,  pero como de pasada,  como si sólo fuera un cortometraje, como si yo también  fuera víctima  de esa manía de despachar a los cortometrajes con un chasquido de  la  lengua o, a lo sumo, con un “no está mal”.


Luego ahora voy a tratar de completar lo que dije o de   añadir lo que no dije sobre esta, para mí, obra maestra. Porque sobre El grito todos estuvimos, más o menos,  de acuerdo. Los que no la habían visto y  los que la habíamos visto y la  recordábamos como entre brumas, como  entre esas nieblas que inundan los planos  de la película a orillas del  triste remanso del Po. Por eso y porque La mirada de Michelangelo pasa por ser  un “corto” y hay que echarle un capote. Y a eso voy. Y encantado de la vida.

En La mirada vemos al propio Antonioni entrar  en la romana iglesia de San Pietro in Vincoli.  Estamos en el 2004: o  sea, Antonioni tiene ¡92 años!, y cuenta 19 desde que  sufrió el ictus  que le dejó inmovilizado y sin habla. Aunque después la  rehabilitación  obrara milagros y el cineasta pudiera recuperar la movilidad de  las  piernas, la voz se quedó muda.

Y Antonioni entra en la iglesia. El silencio, total.   Apenas, un par de bocinazos sueltos, de algún vehículo despistado, y  algún que  otro ruidito que se cuela desde la calle. Pero, ¿por qué  Antonioni elige esa  iglesia para entrar en ella y rodar su película?


A mí, por lo menos, se me ocurren dos razones. La  primera,  bastante obvia. En San Pietro se encuentra, entre otras imponentes   piezas de mármol, el monumental Moisés que otro Michelangelo, éste Buonarrotti, esculpió hace 5 siglos. Y con él, con  el marmóreo Moisés, Antonioni quiere  hablar estableciendo, a falta de palabras, un diálogo hecho a base de miradas y  roces.


Pero además de su mutismo, el diálogo no será un simple   diálogo como el que podemos entablar nosotros con un amiguete en  nuestra  taberna favorita. Claro que no. Sobre todo, como ya hemos  señalado, porque el  diálogo es mudo y, sobre todo, porque se trata de  un diálogo imposible. Es el  diálogo que un creador mantiene con una  obra, con una obra maestra, en este  caso. El diálogo del creador con  una criatura que ha creado, en este caso, otro  creador con el que  Antonioni comparte nombre y oficio y… últimas voluntades. En  eso Antonioni y Buonarrotti se dan la mano a  través del tiempo, de la  creación simbolizados en el Moisés que realizó el  genio de las pinturas  de la Capilla Sixtina a principios del siglo XVI.

Y me acuerdo, entonces, y fijaos que las distancias entre  las dos películas son siderales (¿o no tanto?), de Blade Runner, y del sobrecogedor diálogo (aunque éste se oye) de Sebastián con la criatura que ha  ayudado a crear, el inolvidable Nexus 6,   el inolvidable Rutger Hauer. Porque aunque Moisés no ha salido de las  manos de  Antonioni, éste puede comprender y soñar con él sobre el  destino que, ¡ojalá!,  aguarde, ¿o no?, a su propia obra, a sus propias  películas.


Pero Antonioni habla (en silencio) con Moisés  y, a través de él, lo hace,  cruzando el río del tiempo, con Miguel  Ángel. Luego asistimos a un increíble  diálogo a tres bandas. Entre un  cineasta en el ocaso de su vida, un hombre del  Renacimiento instalado  hace ya muchos años más allá del ocaso, y la criatura de  este último  que le sobrevive como un guardián de la memoria, como inmejorable   ejemplo de “esto que fuimos capaces de hacer juntos”, con nuestras manos  y con  la tierra.

Sí, estas cosas sólo la magia del cine puede  conseguirlas. Y La mirada de Michelangelo se me antoja uno de los momentos más mágicos e irrepetibles del cine de  este  siglo que hemos estrenado (ya que hablamos de cine) hace ya 17  años.

Pero aún habría que añadir más, porque Antonioni habla   con Moisés, de acuerdo, pero debemos acordarnos que Antonioni nace en  1912, en  Ferrara, cantera por antonomasia del mejor mármol y,  posiblemente, esa “tierra”  que permitió a Miguel Angel trabajar y dar  forma a su majestuosa estatua.

Luego cuando Antonioni entra en San Pietro a contemplar  el mármol en el que se inserta el Moisés está realizando un precioso e imposible regreso a su hogar natal. Y me  acuerdo  entonces del bonito título de la inacabada novela del gran  Thomas Wolfe, We Can´t Go Home Again o de la película  de Nick  Ray con el mismo título, o ya que estamos con Wolfe y Ray, de esa   vuelta que Robert Mitchum hace a su vieja y abandonada casa en The Lusty Men,  donde encuentra bajo las  tablas del porche el mismo rifle que usara de  niño, y de la que Wim Wenders  llegaría a decir que es la “mejor vuelta  al hogar” que ha visto nunca en un  cine. Yo lo suscrito. ¿Dónde habría  que firmar? Aunque esta vuelta a su “hogar”  de Antonioni no le va a la  zaga.


Y acabo. Al final de la película, Antonioni saldrá de  la  iglesia. Y se dirige hacia el exterior donde brilla la clara luz del  día.  Aunque yo creo que se dirige hacia la muerte. Y Antonioni lo  sabe. Moriría  apenas tres años después. La mirada será, por  eso, y él lo sabe, estoy seguro, su último trabajo. Por eso, según  sale  de San Pietro, cede y entrega el espacio de la iglesia al Moisés que hace 5 siglos esculpiera  Miguel Angel y a su propia película, la  última que va a dirigir, para la que espera  una posteridad tan amable y  dichosa como la que disfruta Moisés en San Pietro, y que él acaba de realizar hace 5 segundos.

Sí, cosas como éstas se me ocurrieron después del  coloquio.  Por eso las escribo ahora. Por si la memoria continúa jugándome malas pasadas.


Toni Garzón Abad

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